sábado, 30 de agosto de 2008

El ahogado. Baldomero Lillo..


Sebastián dejó el montón de redes sobre el cual estaba sentado y se acercó al barquichuelo. Una vez junto a él extrajo un remo y lo colocó bajo la proa para facilitar el deslizamiento. En seguida se encaminó a la popa, apoyó en ella su espalda y empujó vigorosamente. Sus pies desnudos se enterraron en la arena húmeda y el botecillo, obedeciendo al impulso, resbaló sobre aquella especie de riel con la ligereza de una pluma. Tres veces repitió la operación.
A la tercera recogió el remo y saltó a bordo del esquife que una ola había puesto a flote, empezó a cinglar con lentitud, fijando delante de sí una mirada vaga, inexpresiva, como si soñase despierto.

Mas, aquella inconsciencia era sólo aparente. En su cerebro las ideas fulguraban como relámpagos. La visión del pasado surgía en su espíritu, luminosa, clara y precisa. Ningún detalle quedaba en la sombra y algunos presentábanle una faz nueva hasta entonces no sospechada. Poco a poco la luz se hacía en su espíritu y reconocía con amargura que su candorosidad y buena fe eran las únicas culpables de su desdicha.

El bote, que se deslizaba lentamente, impulsado por el rítmico vaivén del remo, doblaba en ese instante el pequeño promontorio que separaba la minúscula caleta de la Ensenada de los Pescadores. Era una hermosa y fría mañana de julio. El sol muy inclinado al septentrión, ascendía en un cielo azul de un brillo y suavidad de raso. Como hálito de fresca boca de mujer, su resplandor, de una tibieza sutil, acariciaba oblicuamente, empañando con un vaho de tenue neblina el terso cristal de las aguas. En la playa de la ensenada, las chalupas pescadoras descansaban en su lecho de arena ostentando la graciosa y curva línea de sus proas. Más allá, al abrigo de los vientos reinantes, estaba el caserío. Sebastián clavó con avidez los ojos sobre una pequeña eminencia, donde se alzaba una rústica casita cuya techumbre de zinc y muros de ladrillos rojos acusaban en sus poseedores cierto bienestar. En la puerta de la habitación apareció una blanca y esbelta figura de mujer. El pescador la contempló un instante, fruncido el ceño, hosca la mirada y, de pronto, con un brusco movimiento del remo torció el rumbo y navegó en línea recta hacia el sur. Durante algún tiempo cingló con brioso esfuerzo; el barquichuelo parecía volar sobre la bruñida sabana líquida y muy luego el promontorio, el caserío y la ensenada quedaron muy lejos, a muchos cables por la popa. Entonces, soltó el remo y se sentó en uno de los bancos. Su actitud era meditabunda. En su rostro tostado que la rizada y oscura barba encuadraba en un marco de ébano, brillaban los ojos de un color verde pálido con expresión inquieta y obsesionadora. Todo su traje consistía en una vieja gorra marinera, un pantalón de pana y una rayada camiseta que modelaba su airoso busto lleno de vigor y juventud.

El bote, entregado a la corriente, derivaba a lo largo de la costa erizada de arrecifes, donde el suave oleaje se quebraba blandamente. Sebastián, recogido en sí mismo, fijaba en aquellos parajes, para él tan familiares, una mirada de intensa melancolía. Y de pronto la vieja historia de sus amores surgió en su espíritu viva y palpitante, como si datara sólo de ayer. Ella empezó cuando Magdalena era una chicuela débil, de aspecto enfermizo. Él, por el contrario, era ya crecido y su cuerpo sano y membrudo tenía la fortaleza y flexibilidad de un mástil. El contacto diario de las comunes tareas había ido transformando aquel afecto fraternal en un amor apasionado y ardiente. Como hijos ambos de pobres pescadores, su mutuo cariño no encontró en la diferencia de fortunas obstáculos ni entorpecimientos. Fue, pues, sin oposición, novio oficial de Magdalena, quien era toda una mujer. Ni sombra quedaba en ella de la jovencilla esmirriada, a quien tenía que proteger a cada paso de las bromas de sus compañeros. La transformación había sido completa. Alta, de formas armoniosas, con su bello rostro y sus grandes ojos oscuros, era la joya de la caleta. Entonces fue cuando aquella herencia inesperada, recaída en la madre de su novia, vino a modificar en parte este estado de cosas. Experimentó una corazonada de mal augurio, cuando le dieron la noticia. Los hechos vinieron a confirmar bien pronto aquel presagio. El ajuar de Magdalena se transformó completamente. Los burdos zuecos fueron reemplazados por botines de charol y los trajes de percal cedieron el campo a las costosas telas de lana. Este cambio debíase en gran parte a la vanidad materna, que quería a toda costa hacer de la zafia pescadorcilla una señorita de pueblo. De aquí partieron los primeros tropiezos para el proyectado matrimonio. A juicio de la futura suegra, éste no debía efectuarse hasta que Sebastián no fuese propietario de una chalupa que reemplazase su misérrimo cachucho, el cual, según ella, era un viejo cascarón y no valía tres cuartillos.

El mozo no pudo menos que someterse a esta exigencia; mas, con el entusiasmo del amor y la juventud, creyó que muy pronto se encontraría en estado de satisfacerla.

El bote arrastrado por la corriente, presentaba la proa a la costa y Sebastián vio de improviso en la azul lejanía destacarse los masteleros de los buques anclados en el puerto. Cortó aquel panorama el hilo de sus recuerdos, reanudándose en seguida la historia en la época en que apareció el otro. Un día irrumpió en compañía de unas cuantas calaveras en la Ensenada de los Pescadores. Decíase marinero licenciado de un buque de guerra y mostrábase muy orgulloso de sus aventuras y de sus viajes. Con su fiero aspecto de perdonavidas, impúsose por el temor en aquellas pacíficas y sencillas gentes. Muy luego diose en cortejar a Magdalena, mas la joven, a quien repugnaba la aguardentosa figura del valentón, contestó a sus galanteos con el más soberano desprecio.

Un suspiro se escapó del pecho del pescador. Entornó los ojos, y un episodio grabado profundamente en su memoria, se presentó a su imaginación.

Un domingo por la mañana, de vuelta de la misa, marchando las muchachas adelante y los mozos atrás por el angosto sendero de la capilla, oyó, de repente, la voz airada de la joven que lo llamaba.

-¡Sebastián, Sebastián!

De un salto salvó el espacio que de ella lo separaba y vio al aborrecido rival que, sujetando por un brazo a la indignada muchacha, trataba, entre las risas de las demás, de cogerla por la cintura.

La escena del pugilato aparecíasele envuelta en una espesa bruma. Todo había sido cosa de un momento. Entre la admiración de todos hizo morder el polvo al cínico galanteador y si no se lo arrancan de entre las manos, habrían allí, probablemente, terminado todas sus valentías.

Por algún tiempo nada se supo de él hasta que llegó la noticia de que, jurando vengarse de su descalabro, se había embarcado a bordo de un ballenero que zarpaba para una larga expedición a los mares del sur.

Sebastián alzó la cabeza. De la ribera ascendía una ligera niebla que iba perdiéndose en los flancos de la escarpada costa. Ahora venía una época de relativa calma. Entregado con ardor al trabajo, procuraba reunir el dinero necesario para adquirir una embarcación de más valía que el diminuto cachucho. Mas, esto iba para largo y empezaba a comprender que con sólo el trabajo de sus manos tal vez no la conseguiría nunca. Entonces la sorda hostilidad de la madre de Magdalena, aquella vieja avarienta y vanidosa a la vez, se hizo de día en día más desembozada y tenaz. Él no era un partido digno para su hija. Con su inexperiencia de muchacho y seguro del afecto de Magdalena, burlábase de aquella oposición. Ahora comprendía cuán torpe había sido al despreciar tan temible adversario. Mas, ya era tarde para remediar el mal. Sólo le restaba la venganza. Al llegar a este punto, un relámpago pareció animar las apagadas pupilas del pescador. En su rostro se dibujó una expresión de amenaza y de cólera intensa y honda. Mas esta excitación fue pasajera y volvió a abismarse en sus reflexiones. La escena de la taberna lo sumió en una profunda meditación. Aunque esa tarde había bebido copiosamente, recordaba todos los detalles. En medio de su embriaguez el padre de la joven había soltado la verdad, brutalmente. Hacía un mes que había llegado la carta. Estaba fechada a bordo del ballenero y había sido traída por una goleta que había completado, primero que el bergantín, su cargamento. Estaba dirigida a la madre de Magdalena y en ella decía su rival que la expedición a la cual pertenecía, había realizado ganancias fabulosas de las cuales correspondíale, en su calidad de contramaestre, una no pequeña parte. Relataba algunas incidencias del viaje y concluía solicitando a Magdalena en matrimonio, pues sus intenciones eran establecerse en la ensenada e invertir su capital en grandes empresas de pesca, a las cuales asociaría a su futuro suegro.

El viejo terminó su confidencia diciendo que Magdalena, que había empezado por rechazar abiertamente todo compromiso con el marinero, había ido, poco a poco, cediendo a las instancias maternales y a la sazón; aunque no mostraba gran entusiasmo por el nuevo y ventajoso partido que se le proporcionaba, su repugnancia se había debilitado en gran parte. Todo aquello, dicho por la estropajosa voz del viejo que excusaba su debilidad con la voluntad indomable de su mujer, a la cual había estado siempre subordinado, le produjo el efecto de un mazazo en el cerebro. Mas luego estalló en él una ira terrible. De un empellón derribó al vejete que quería retenerlo, y se abalanzó a comprobar, de la propia boca de Magdalena, la veracidad de aquella noticia. Pero la excitación producida por la cólera y las libaciones convirtió aquella explicación en reyerta, que terminó en un rompimiento definitivo.

A las palabras duras que le dirigiera, contestó la joven con otras ásperas e incisivas que lo volvieron loco furioso Aquella actitud suya había sido una nueva torpeza, pues tenía la convicción íntima de que Magdalena lo amaba, siendo la maléfica influencia de su madre la que la apartaba de su brazos. ¡Si él tuviese algún dinero! Y el deseo furioso de ser rico, de poseer riquezas, penetró como un dardo en su cerebro sobreexcitado. ¡Ah, si pudiera evocar a los espíritus infernales, no titubearía un instante en vender su sangre, su alma, a cambio de ese puñado de oro, cuya falta era la causa única de su infelicidad! Pensó en los tesoros que guardaba avaro en su seno el mar. En las leyendas fantásticas de cofres llenos de corales y de perlas, flotando a merced de las olas y que el genio de las aguas ponía al alcance de un humilde pescador.

El insomnio de la noche, los efectos de la orgía de la víspera, el derrumbe de sus esperanzas y los atroces celos que le atenaceaban el alma, marcaban sus huellas profundas en su semblante. Sentía una sed vivísima. Se levantó del banco y buscó debajo de la proa, extrayendo de un escondite hábilmente disimulado una botella. Quitó la tapa y bebió con ansia. Poco a poco su rostro pálido se coloreó. Un principio de embriaguez sé pintó en sus verdosas pupilas. Cogió el remo y se puso a cinglar para salir de la corriente y acercarse más a la costa. De improviso, al doblar un cordón de arrecifes, distinguió por la proa, flotando sobre el agua, un objeto redondeado que llamó poderosamente su atención. Con un golpe de remo enderezó el rumbo y marchó en línea recta en demanda de aquello que despertaba su curiosidad. A medida que se aproximaba, su extrañeza se convertía en asombro. Luego, toda duda fuele ya imposible: lo que sobresalía del agua a pocos metros de él era la cabeza de un hombre. Se acercó un poco más y un espectáculo extraño se presentó ante su vista. Un joven, casi niño, completamente desnudo, yacía sumergido hasta el cuello en las frías y salobres ondas. Su posición casi vertical se debía a un salvavidas sujeto debajo de los brazos, en el que se destacaba con letras azules este nombre: "Fany".

Es un desertor, pensó Sebastián, recordando la fragata que al anochecer del día anterior había anclado cerca de la costa. Buscó con la vista el barco y lo distinguió navegando a velas desplegadas afuera del golfo. Como el nordeste que lo obligara a recalar allí cambiase horas después, había levado anclas y emprendido de nuevo su ruta desconocida.

Sin mucho esfuerzo se imaginó el pescador al grumetillo descolgándose del portalón de la nave a las altas horas de la noche. Mas, el fugitivo no había contado con la frialdad del agua, ni con la engañosa proximidad de la costa.

Sebastián contempló el cuerpo amoratado y rígido que se destacaba a través del agua transparente, y viendo que las azules pupilas del náufrago se clavaban en las suyas suplicantes, le dirigió algunas palabras en esa jerga tan común a la gente de mar. Pero de aquella boca, cuyos labios recogidos mostraban los blancos dientes, no brotó ningún sonido. La vida del grumete parecía haberse refugiado toda entera en sus inquietos y móviles ojos, cuya imploración muda hizo por un instante olvidar a Sebastián sus propios pesares.

Se inclinó para desembarazarlo del paquete de ropas que tenía atado a la espalda, pero, no pudiendo desatar los nudos, buscó la navaja del marinero, guiándose por el cordón que asomaba entre los pliegues del traje de sarga azul. Tiró de aquel cordón y, mientras una extremidad quedaba fija en las ropas, en la otra apareció la navaja unida o otro objeto pesado y brillante. Era un portamonedas de mallas metálicas que Sebastián, casi sin darse cuenta de lo que hacía, abrió oprimiendo el resorte. Su contenido, una gruesa cantidad de monedas de oro, lo maravilló. Mentalmente trató de calcular el valor de aquellos áureos discos y de súbito se echó a temblar. Una idea siniestra acababa de herir su cerebro, dejándolo deslumbrado. Mientras su cabeza ardía, un frío glacial comenzó a descender a lo largo de sus extremidades. Una sed ardiente le abrasó las fauces. Cogió la botella y llevándola a sus labios, bebió el líquido que encerraba hasta la última gota. Casi instantáneamente cesó el nervioso temblor y su mirada adquirió una fijeza extraña de alucinado. Ya no pensaba en el náufrago. El mar, los arrecifes, la gallarda nave, todo aquel panorama habíase desvanecido, borrándose de su vista como una niebla lejana. Veíase triunfante junto a Magdalena que le sonreía ruborosa a través de su blanco velo de desposada. Era el día de boda. La magnífica chalupa que los conducía de regreso del puerto era de su propiedad y volaba sobre las aguas, impulsada por sus ocho remos como una rauda gaviota.

De repente, su rostro transfigurado por una felicidad suprema se ensombreció. Conservando en la diestra la navaja y el portamonedas, su mirada se clavó en el náufrago dura y fulgurante como la hoja de un puñal. Mientras hacía jugar el muelle del arma, aquel rostro juvenil vuelto hacia él con expresión de angustioso terror le pareció el genio del mal que surgía de su antro, en las profundidades, para arrebatarle la felicidad. Un simple tajo en el caucho del salvavidas y aquel obstáculo desaparecería para siempre. Durante un minuto vaciló. Todo lo que en él había de generoso y noble pugnó por sobreponerse en la terrible lucha que se libraba en su corazón. Un golpe sordo en el agua hízole estremecer. Un gran pájaro marino se levantaba de un círculo de hirviente espuma, llevando en su férreo pico un vívido y plateado pez. Siguió al ave en su vuelo y, de súbito, su cuerpo vibró de pies a cabeza, como si hubiese recibido el choque de una corriente galvánica. En el blanco velamen del barco, hundiéndose en el horizonte, vio al ballenero que volvía. Sus ojos adquirieron otra vez aquella inmóvil fijeza. Contemplaba de nuevo a Magdalena ataviada con su traje de novia, pero ya no era él el que estaba a su lado, junto al lecho nupcial, sino el otro. Mirábala sonreír mientras aquel rostro bestial, convulso por el deseo, se aproximaba al de ella, fresco y purpúreo como una rosa. Vio, en seguida, cómo una mano, más bien una garra, en cuyo dorso había grabada una ancha ancla, se posaba en el blanco y nacarado seno...

Un sordo rugido se escapó por entre sus dientes apretados y se inclinó veloz sobre la borda. El salvavidas se desinfló instantáneamente; la rubia cabeza se hundió en el agua y Sebastián vio durante un segundo los ojos azules del náufrago crecer, aumentar, salirse casi de las órbitas, sin que pudiera apartar sus ojos de la terrífica visión. El cuerpo inclinábase de espaldas hasta tomar la posición horizontal y, de pronto, le pareció que el descenso se interrumpía, sintiendo, al mismo tiempo, en la diestra un leve tirón. Desencogió las falanges y la navaja y el portamonedas atraído por el delgado cordoncillo, saltaron por encima de la borda y desaparecieron en el mar.

Con la vista extraviada, desencajado el semblante, el pescador, dando un brinco, qué casi hace zozobrar la embarcación, se precipitó sobre el remo y comenzó a cinglar desesperadamente.

Seis días han transcurrido. Sebastián, sentado en el banco de popa de su esquife, déjase arrastrar por la corriente en dirección al sur. Los ojos del pescador tienen un brillo y expresión extraños. Su lívido semblante, azorado e inquieto, sufre continuas transmutaciones. Sus ropas, en desorden, están cubiertas de fango. A veces sus miembros se crispan convulsivamente, los ojos parecen saltársele de las órbitas y se vuelve con presteza a la derecha o a la izquierda buscando la causa de aquel estruendo que, como un pistoletazo, acaba de resonar en sus oídos. Su existencia, durante la semana que acaba de transcurrir, ha sido una orgía continua. Aquella mañana se encontró tirado en el arroyo frente a la taberna. Se levantó y echó a andar como un autómata. Una vez en la caleta, un leve esfuerzo le bastó para que flotara el bote, pues la marea comenzaba ya a lamer su filosa quilla. Sentado en el banco, nada recuerda, en nada piensa. En su cerebro hay un enorme vacío y ve las más extrañas y raras figuras desfilar por delante de sus ojos. Todo lo que mira se transforma al punto en algo extravagante. El dorso de un arrecife es un disforme monstruo que le acecha a la distancia y la extremidad del remo se convierte en un diablillo que le hace burlescos visajes. Por todas partes seres extraños, con vestimentas azules o escarlatas, bailan infernales zarabandas.

De súbito, un halcón marino se precipita de lo alto y se hunde en el agua, a pocos metros de un arrecife. El ruido de la caída y el blanco penacho de espuma que levanta el choque producen en el pescador una agitación extraordinaria. Mira con ojos extraviados y el sopor de su espíritu se desvanece. Está en el sitio y muy cerca del escollo junto al cual se hundiera la rubia cabeza del náufrago. Y estremecido, presa de infinito terror, se acurruca en el fondo del bote. Aunque la vista del mar le causa invencible pavura, una fuerza más poderosa que su voluntad lo obliga a alzar poco a poco la cabeza. El temblor de sus miembros y el castañeteo de sus dientes aumentan a medida que se asoma sobre la borda. Trata de rebelarse, pero, vencido, dominado por aquel irresistible poder, quédase inmóvil, con las pupilas inmensamente dilatadas fijas en el agua que acaricia los costados del bote con chasquidos que asemejan amorosos ósculos.

En un principio sólo ve una masa líquida, de un matiz de esmeralda intenso. Mas, a medida que su vista se hunde en ella, las capas del agua se toman más y más transparentes. Muy luego divisa el fondo de arena tapizado de conchas marinas y de pronto algo confuso, de un tinte blanquecino, que destaca allí abajo, atrae toda su atención. Como a través de un cristal empañado, que va perdiendo gradualmente su opacidad, los contornos de aquel objeto informe se precisan, adquieren relieve y el conjunto se destaca poco a poco con claridad y nitidez.

De súbito una terrible sacudida agita de pies a cabeza a Sebastián... El cuerpo está acostado de espaldas, con las piernas entreabiertas y los brazos en cruz. Su boca, sin labios, muestra dos hileras de dientes afilados y blancos, y de sus órbitas vacías brotan dos llamas que van a clavarse, como otros tantos dardos, en las verdes pupilas del homicida, quien, en el paroxismo del terror, trata inútilmente de sacudir la inercia de sus miembros y huir de la pavorosa visión.

Una fatal fascinación lo posee; quisiera cerrar los ojos, apartarse de la borda, pero ni uno solo de sus músculos le obedece.

Y el muerto sube. Abandona suavemente su lecho de conchas y asciende en línea recta a la superficie sin cambiar de postura, extendido de espaldas, con las piernas entreabiertas y los brazos en cruz. En su horrible rostro hay una expresión de venganza implacable, de aguada ferocidad. Un sordo estertor brota de la garganta de Sebastián. Su cuerpo tiembla como el de un epiléptico, mas no puede apartarse del flanco del bote.

Y el ahogado sube, sube cada vez más a prisa. Ya está a diez brazas, ya está a cinco, luego a dos. Y en el instante en que los brazos del muerto se tienden para cogerle en un abrazo mortal, el pescador, dando un tremendo salto, va a caer de pie sobre la popa de la embarcación. De ahí brinca a un arrecife, donde el bote abandonado a sí mismo ha ido a chocar y, ganando la parte más alta de la roca, mira despavorido a su derredor. Mas, apenas su vista se ha posado en el borde del agua, cuando salta de allí a la parte opuesta para volver al mismo sitio un segundo después y, loco de terror, de un arrecife pasa otro, con los cabellos erizados, flotando al viento.

Es que él está ahí y lo persigue. El agua hierve en torno de los escollos con las arremetidas del ahogado que azota las olas como un delfín. Está en todas partes, a derecha e izquierda, delante y detrás. Sebastián oye rechinar sus dientes y ve, a través del agua, el cuerpo hinchado, monstruoso, con sus largos brazos prestos a asirle al menor descuido o al más ligero traspié. Y para evitarlo salta, se escurre, se agazapa, corre de aquí para allá desatentado, sin encontrar un refugio contra la horrenda y espantable aparición.

De improviso se encuentra preso en un arrecife solitario. La marea le ha interceptado el paso y no puede ya avanzar ni retroceder. A medida que el agua sube y el peñasco se hunde, el ahogado estrecha el cerco y redobla sus acometidas. Varias veces el pescador ha creído sentir en sus desnudas piernas el contacto frío y viscoso de aquellos brazos que, como los tentáculos de un pulpo, se tienden hacia él con una avidez implacable. El fugitivo multiplica sus movimientos, su pecho jadea, la fatiga lo abruma. De pronto, mientras agita sus manos en el vacío y lanza un pavoroso grito, una ola viene a chocar contra sus piernas y lo precipita de cabeza al mar.

Mientras el sol distánciase cada vez más de la cima de los acantilados, el bote se aproxima con lentitud a la playa, sacudido por el espumoso oleaje, sobre el cual los halcones del océano se deslizan silenciosos, escudriñando las profundidades.

sábado, 2 de agosto de 2008

El pájaro verde. Juan Emar.

Así deberíamos llamar este triste relato. Recurriremos a su origen, si es que hay algo en esta vida que tenga origen.
Pero, ¡en fin!, es el caso que allá por el año de 1847, un grupo de sabios franceses llegaba en la goleta La Gosse a la desembocadura del Amazonas. Iba con el propósito de estudiar la flora y fauna de aquellas regiones para, a su regreso, presentar una larga y acabada memoria al "Institut des Hautes Sciences Tropicales" de Montpellier.
A fines de dicho año, fondeaba La Gosse en Manaos, y los treinta y seis sabios -tal era su número-, en seis piraguas de seis sabios cada una, se internaban río adentro.
A mediados de 1848 se les señala en el pueblo de Teffe, y a principios de 1849, entrando en excursión al Juruá. Cinco meses más tarde han regresado a ese pueblo acarreando dos piraguas más, cargadas de curiosos ejemplares zoológicos y botánicos. Acto conti­nuo siguen internándose por el Marañón, y el 1° de enero de 1850 se detienen y hacen carpas en la aldea de Tabatinga a orillas del río mencionado.
De estos treinta y seis sabios, a mí, personalmente, sólo me interesa uno, lo que no quiere decir, ni por un instante, que desconozca los méritos y las sabidurías de los treinta y cinco restantes. Este uno es Monsieur le Docteur Guy de la Crotale, de 52 años de edad en aquel entonces, regordete, bajo, gran barba colorina, ojos bonachones y hablar cadencioso.
Del doctor de la Crotale ignoro totalmente sus méritos (lo que, por cierto, no es negarlos) y de su sabiduría no tengo ni la menor noción (lo cual tampoco es negarla). En cuanto a la participación que le cupo en la famosa memoria presentada en 1857 al Institut de Montpellier, la desconozco en su integridad, y en lo que se refiere a sus labores durante los largos años que los dichos sabios pasaron en las selvas tropicales, no tengo de ellas ni la más remota idea. Todo lo cual no quita que el doctor Guy de la Crotale me interese en alto grado. He aquí las razones para ello:
Monsieur le Docteur Guy de la Crotale era un hombre extremadamente sentimental y sus sentimientos estaban ubicados, ante todo, en los diversos pajaritos que pueblan los cielos. De entre todos estos pajaritos, Monsieur le Docteur sentía una marcada preferencia por los loros, de modo que ya instalados todos ellos en Tabatinga, obtuvo de sus colegas el permiso de conseguirse un ejemplar, cuidar­lo, alimentarlo y aun llevarlo consigo a su país. Una noche, mientras todos los loros de la región dormían acurrucados, como es su costum­bre, en las copas de frondosos sicomoros, el doctor dejó su tienda y, marchando por entre los troncos de abedules, caobillas, dipterocár­peos y cinamomos; pisando bajo sus botas la culantrillo, la damiana y el peyote; enredándose a menudo en los tallos del cinclidoto y de la vincapervinca; y heridas las narices por el olor del fruto del manga­chapuy y los oídos por el crujir de la madera del espino cerval; una noche de vaga claridad, el doctor llegó a la base y trepó sigilosamente al más alto de todos los sicomoros, alargó presto una mano y se amparó de un loro.
El pájaro así atrapado era totalmente verde salvo bajo el pico donde se ornaba con dos rayas de plumillas negro-azuladas. Su tamaño era mediano, unos 18 centímetros de la cabeza al nacimiento de la cola, y de ésta tendría unos 20 centímetros, no más. Como este loro es el centro de cuanto voy a contar, daré sobre su vida y muerte algunos datos. Aquí van:
Nació el 5 de mayo de 1821, es decir que en el momento preciso en que rompía su huevo y entraba a la vida, lejos, muy lejos, allá en la abandonada isla de Santa Elena, fallecía el más grande de todos los emperadores, Napoleón 1.
De la Crotale lo llevó a Francia y desde 1857 a 1872 vivió en Montpellier cuidadosamente servido por su amo. Mas en este año el buen doctor murió. Pasó entonces el loro a ser propiedad de una sobrina suya, Mademoiselle Marguerite de la Crotale, quien dos años más tarde, en 1874, contrajo matrimonio con el capitán Henri Silure-Portune de Rascasse. Este matrimonio fue infecundo durante cuatro años, pero el año quinto se vio bendecido con el nacimiento de Henri-Guy-Hégésippe-Désiré-Gaston. Este muchacho, desde su más tierna edad, mostró inclinaciones artísticas -acaso transmisión del fino sentimentalismo del viejo doctor- y de entre todas las artes prefirió, sin disputa, la pintura. Así es cómo, una vez llegado a París a la edad de 17 años -por haber sido su padre comandado a la guarnición de la capital- Henrl-Guy entró a la Ecole des Beaux­-Arts. Después de recibido de pintor, se dedicó casi exclusivamente a los retratos, mas luego, sintiendo en forma aguda la influencia de Chardin, meditó grandes naturalezas muertas con algunos animales vivos. Pasó por sus pinceles el gato de casa entre diversos comestibles y útiles de cocina, pasó el perro, pasaron las gallinas y el canario, y el 1° de agosto de 1906 Henri-Guy se sentaba frente a una gran tela teniendo como modelo, sobre una mesa de caoba, dos maceteros con variadas flores, una cajuela de laca, un violín y nuestro loro. Mas las emanaciones de la pintura y la inmovilidad de la pose, empezaron pronto a debilitar la salud del pajarito, y así es como el 16 de ese mes lanzó un suspiro y falleció en el mismo instante en que el más espantoso de los terremotos azotaba a la ciudad de Valparaíso y castigaba duramente a la ciudad de Santiago de Chile donde hoy, 12 de junio de 1934, escribo yo en el silencio de mi biblioteca.
El noble loro de Tabatinga, cazado por el sabio profesor Monsieur le Docteur Guy de la Crotale y muerto en el altar de las artes frente al pintor Henri-Guy Silure-Portune de Rascasse, había vivido 85 años, 3 meses y 11 días.
Que en paz descanse.
Mas no descansó en paz. Henri-Guy, tiernamente, lo hizo embalsamar.
Siguió el loro embalsamado y montado sobre fino pedestal de ébano hasta fines de 1915, fecha en que se supo que en las trincheras moría heroicamente el pintor. Su madre, viuda desde hacía siete años, pensó en viajar hacia el Nuevo Mundo y, antes de embarcarse, envió a remate gran número de sus muebles y objetos. Entre éstos iba el loro de Tabatinga.
Fue adquirido por el viejo père Serpentaire que tenía en el número 3 de la rue Chaptal una tienda de baratijas, de antigüedades de poco valor y de bichos embalsamados. Allí pasó el loro hasta 1924 sin hallar ni un solo interesado por su persona. Pero dicho año la cosa hubo de cambiar, y he aquí de qué modo y por qué circunstancias:

En abril de ese año llegaba yo a París y, con varios amigos compatriotas, nos dedicamos, noche a noche, a la más descomunal y alegre juerga. Nuestro barrio predilecto era el bajo Montmartre. No había dancing o cabaré de la rue Fontaine, de la rue Pigalle, del boulevard Clichy o de la place Blanche, que no nos tuviera como sus más fervorosos clientes, y el preferido por nosotros era, sin duda, el Palermo de la ya mencionada rue Fontaine, donde, entre dos músicas de negros, una orquesta argentina tocaba tangos arrastrados como turrones.
Al sonar los bandoneones perdíamos la cabeza, entraba el cham­paña por nuestros gaznates y ya cuando la primera voz -un barítono latigudo- rompía con el canto, nuestro entusiasmo rayaba en la locura.
De entre todos aquellos tangos, yo tenía uno de mi completa predilección. Acaso la primera vez que lo oí -mejor sería decir "lo noté"; y aun me parece, lo aislé pasaba por mí algún sentimiento nuevo, nacía en mi interior un elemento psíquico más que, al romper y explayarse dentro como el loro rompiendo su huevo y explayán­dose por entre los gigantes sicomoros- encontró como materia en donde envolverse, fortificarse y durar, las notas largas de ese tango. Una coincidencia, una simultaneidad, sin duda alguna. Y aunque el tal elemento psíquico nuevo nunca abrió luz en mi conciencia, era el caso que al prorrumpir aquellos acordes yo sabía con todo mi ser entero, de los cabellos a los pies, que ellos -los acordes- estaban llenos de significados vivos para mí. Entonces bailaba apretándola, a la que fuese, con voluptuosidad y ternura y sentía una vaga compa­sión por todo lo que no fuese yo mismo envuelto, enredado con una ella y con mi tango.
Cantaba el barítono latigudo del Palermo:

Yo he visto un pájaro verde
Bañarse en agua de rosas
Y en un vaso cristalino
Un clavel que se deshoja.

"Yo he visto un pájaro verde...". Esta fue la frase -en un comienzo tarareada, luego únicamente hablada- que expresó todo lo sentido. La usaba yo para toda cosa y para toda cosa sentía que calzaba con admirable justeza. Luego, por simpatía, los amigos la adaptaron para vaciar dentro de ella cuanto les vagara alrededor sin franca nitidez. Y como además dicha frase encerraba una especie de santo y seña en nuestras complicidades -nocturnas, tendió sobre nosotros un hilo flexible de entendimiento con cabida para cualquier posibilidad.
Así, si alguno tenía una gran noticia que dar, un éxito, una conquista, un triunfo, frotábase las manos y exclamaba con rostro radiante:
-¡Yo he visto un pájaro verde!
Y si luego una preocupación, un desagrado se cernía sobre él, con voz baja, con ojos cavilosos, gachas las comisuras de sus labios, decía:
-Yo he visto un pájaro verde...
Y así para todo. En realidad no había necesidad para entendernos, para expresar cuanto quisiéramos, para hundirnos en nuestros más sutiles pliegues del alma, no había necesidad, digo, de recurrir a ninguna otra frase. Y la vida, al ser expresada de este modo, con este acortamiento y con tanta comprensión, tomaba para nosotros un cierto cariz peculiar y nos formaba una segunda vida paralela a la otra, vida que a ésta a veces la explicaba, a veces la embrollaba, a menudo la caricaturizaba con tal es especial agudeza que ni aun nosotros mismos llegábamos a penetrar bien a fondo en dónde y por dónde aquello se producía.
Luego, con bastante frecuencia, sobre todo hallándome ya solo en casa de vuelta de nuestras farras, era súbitamente víctima de una carcajada incontenible con sólo decirme para mis adentros:
-Yo he visto un pájaro verde.
Y si entonces miraba, por ejemplo, mi cama, mi sombrero o por la ventana los techos de París para de ahí pasar a la punta de mis zapatos, esa carcajada, junto con aumentar su cosquilleo interno, volvía a echar sobre todos mis semejantes una nueva gota de compa­sión y hasta desprecio, al pensar cuán infelices son todos aquellos que no han podido, siquiera un vez, reducir sus existencias todas a una sola frase que todo lo apriete, condense y, además, fructifique.
En verdad, yo he visto un pájaro verde.
Y en verdad, ahora mismo me río un poco y recuerdo y compren­do por qué la humanidad puede ser compadecida.
Una tarde de octubre fui de excursión a Montparnasse. Visitando sus diferentes bares por la tarde y sus boites por la noche, y después de suculenta comida, regresé a casa con la cabeza mareada, con el estómago repleto y con hígado y riñones trabajando enérgicamente.
Al día siguiente, cuando a las siete de la tarde telefonearon los amigos para juntarnos e ir de farra, mi enfermera les respondió que me sería totalmente imposible hacerles compañía aquella noche.
Recorrieron ellos todos nuestros sitios favoritos, y entre champa­ña, bailes y cenas, les sorprendió el amanecer y luego una magnífica mañana otoñal.
Cogidos del brazo, entonando los aires oídos, sobre los ojos u orejas los sombreros, bajaban por la rue Blanche y torcían por la rue Chaptal en demanda de la rue Notre Dame de Lorette donde dos de ellos vivían. Al pasar frente al número 3 de la segunda de las calles citadas, el pére Serpentaire abría su tiendecilla y aparecía en el escaparate, ante las miradas atónitas de mis amigos, tieso sobre su largo pedestal de ébano, el pájaro verde de Tabatinga.
Uno gritó:
-¡Hombres! ¡El pájaro verde!
Y los otros, más que extrañados, temerosos de que aquello fuese una visión alcohólica o una materialización de sus continuos pensa­mientos, repitieron en voz queda:
-Oh... El pájaro verde...
Un segundo después, recobrada la normalidad, se precipitaban cual un solo hombre a la tienda y pedían la inmediata entrega del ave. Pidió el pére Serpentaire once francos por la pieza y los buenos amigos, emocionados hasta las lágrimas con el hallazgo, doblaron el precio y depositaron en manos del viejo abismado, la suma de veintidós francos.
Entonces les vino el recuerdo del compañero ausente y, con un mismo paso, se dirigieron a casa. Treparon las escaleras con escánda­lo de los conserjes, llamaron a mi puerta y me hicieron entrega de la reliquia. Todos a una voz cantamos entonces:

Yo he visto un pájaro verde
Bañarse en agua de rosas
Y en un vaso cristalino
Un clavel que se deshoja.

El loro de Tabatinga tomó sitio sobre mi mesa de trabajo y allí, su mirada de vidrio posada sobre el retrato de Baudelaire en el muro de enfrente, allí me acompañó los cuatro años más que permanecí en París.

A fines de 1928 regresé a Chile. Bien embalado en mi maleta, el pájaro verde volvió a cruzar el Atlántico, pasó por Buenos Aires y las pampas, trepó la cordillera, cayó conmigo al otro lado, llegó a la estación Mapocho y el 7 de enero de 1929 sus ojos de vidrio, acostumbrados a la imagen del poeta, contemplaron curiosos el patio bajo y polvoriento de mi casa y luego, en mi escritorio, un busto de nuestro héroe Arturo Prat.
Pasó todo aquel año en paz. Pasó el siguiente en igual forma y apareció, tras un cañonazo nocturno, el año de gracia de 1931.
Y aquí comienza una nueva historia.
El mismo 1° de enero de aquel año -es decir (acaso dato superfluo pero, en fin, viene a mi pluma) 84 años después de la llegada del doctor Guy de la Crotale a Tabatinga- llegaba a Santiago, procedente de las salitreras de Antofagasta, mi tío José Pedro y me pedía, en vista de que había en casa una pieza para alojados, que en ella le diese hospitalidad.
Mi tío José Pedro era un hombre docto, bruñido por trabajos imaginarios y que consideraba como su más sagrado deber dar, en larguísimas pláticas, consejos a la juventud, sobre todo si en ella militaba alguno de sus sobrinos. La ocasión en mi casa le pareció preciosa pues ya -ignoro por qué vías- mi existencia de continua juerga en París había llegado a sus oídos. Todos los días durante los almuerzos, todas las noches después de las comidas, mi tío me hablaba con voz lenta sobre los horrores del París nocturno y me sermoneaba por haber vivido yo tantos años en él y no en el París de la Sorbona y alrededores.
La noche del 9 de febrero, sorbiendo nuestras tazas de café en mi escritorio, mi tío me preguntó de pronto, alargando su índice tembloroso hacia el pájaro verde:
-¿Y ese loro?
En breves palabras le conté cómo había llegado a mis manos después de una noche de diversiones y bullicio de mis mejores amigos y a la que no había podido asistir por haber ingerido el día antes enormes cantidades de comida y de alcoholes varios. Mi tío José Pedro clavóme entonces una mirada austera y luego, posándola sobre el ave, exclamó:
-¡Infame bicho!
Esto fue todo.
Esto fue el desatar, el cataclismo, la catástrofe. Esto fue el fin de su destino y el comienzo del total cambio del mío. Esto -alcancé a observarlo con la velocidad del rayo en mi reloj mural- aconteció a los 10 y 2 minutos y 48 segundos de aquel fatal 9 de febrero de 1931.
-¡Infame bicho!
Exactamente con perderse el último eco de la "o" final, el loro abrió sus alas, las agitó con vertiginosa rapidez y, tomando los aires con su pedestal de ébano siempre adherido a las patas, cruzó la habitación y, como un proyectil cayó sobre el cráneo del pobre tío José Pedro.
Al tocarlo -recuerdo perfectamente el pedestal osciló como un péndulo y vino a golpear con su base -que debe haber estado bastante sucia- la gran corbata blanca de mi tío, dejando en ella una mancha terrosa. Junto con ello, el loro clavaba en su calva un violento picotazo. Crujió el frontal, cedió, se abrió y de la abertura, tal cual sale, crece, se infla y derrama la lava de un volcán, salió, creció, se infló y derramó gruesa masa gris de su cerebro y varios hilillos de sangre resbalaron por la frente y por la sien izquierda. Entonces el silencio que se había producido al empezar el ave el vuelo, fue llenado por el más horrible grito de espanto, dejándome paralizado, helado, petrificado, pues nunca habría podido imaginar que un hombre lograse gritar en tal forma y menos el buen tío de hablar lento y cadencioso.
Mas un instante después recobraba de golpe, como una llamara­da, mi calor y mi conciencia, cogía de un viejo mortero su mano de cobre y me lanzaba hacia ellos dispuesto a deshacer de un mazazo al vil pajarraco.
Tres saltos y alzo el arma para dejarla caer sobre el bicho en el momento en que se disponía a clavar un segundo picotazo. Pero al verme se detuvo, volvió los ojos hacia mí y con un ligero movimiento de cabeza, me preguntó presuroso:
-¿El señor Juan Emar, si me hace el favor?
Y yo, naturalmente, respondí:
- Servidor de usted.
Entonces, ante esta repentina paralización mía, asestó un segun­do picotazo. Un nuevo agujero en el cráneo, nueva materia gris, nuevos hilos de sangre y nuevo grito de horror, pero ya más ahogado, más debilitado.
Vuelvo a recobrar mi sangre fría y, con ella, la clara noción de mi deber. Alzase mi brazo y el arma. Pero el loro vuelve a fijarme y vuelve a hablar:

-¿El señor Juan Em... ?
Y yo, con tal de terminar pronto:
- Servidor de ust...

Tercer picotazo. Mi viejo perdió un ojo. Como quien usa una cucharilla especial, el loro con su pico se lo vació y luego lo escupió a mis pies.
El ojo de mi viejo era de una redondez perfecta salvo en el punto opuesto a la pupila donde crecía una como pequeña colita que me recordó inmediatamente los ágiles guarisapos que pueblan los panta­nos. De esta colita salía un hilo escarlata delgadísimo que, desde el suelo, iba a internarse en la cavidad vacía del ojo y que, con los desesperados movimientos del anciano, se alargaba, se acortaba, temblaba, mas no se rompía ni tampoco movía al ojo quedado como adherido al suelo. Este ojo era, repito -hechas las salvedades que anoto- perfectamente esférico. Era blanco, blanco cual una bolita de marfil. Yo siempre había imaginado que los ojos, atrás -y sobre todo de los ancianos-, eran ligeramente tostados. Mas no: blanco, blanco cual una bolita de marfil.
Sobre este blanco, con gracia, con sutileza, corrían finísimas venas de laca que, entremezclándose con otras más finas aún de cobalto, formaban una maravillosa filigrana, tan maravillosa, que parecía moverse, resbalar sobre el húmedo blanco y, a veces, hasta desprenderse para ir luego por los aires como una telaraña iluminada que volase.
Pero no. Nada se movía. Era una ilusión nacida del deseo -harto legítimo por lo demás- de que tanta belleza y gracia aumentase, siguiese, llegase a la vida propia y se elevase para recrear la vista con sus formas multiplicadas, el alma con su realización asombrosa.
Un tercer grito me volvió al camino de mi deber. ¿Grito? No tanto. Un quejido ronco; eso es, un quejido ronco pero suficiente, como he dicho, para volverme al camino de mi deber.
Un salto y silba en mi mano la mano del rnortero. El loro se vuelve, me mira:
-¿El señor Ju... ?
Y yo presuroso:
-Servidor de u...
Un instante. Detención. Cuarto picotazo.
Este cayó en lo alto de la nariz y se terminó en su base. Es decir, la rebanó en su totalidad.
Mi tío, después de esto, quedó hecho un espectáculo pasmoso. Bullía en lo alto de su cabeza, en dos cráteres, la lava de sus pensamientos; vibraba el hilito escarlata desde la cuenca de su ojo; y en el triángulo dejado en medio de la cara por la desaparición de la nariz, aparecía y desaparecía, se inflaba y se chupaba, a impulsos de su respiración agitada, una masa de sangre espesa.
Aquí ya no hubo grito ni quejido. Únicamente su otro ojo, por entre los párpados caídos, pudo lanzarme una mirada de súplica. La sentí clavarse en mi corazón y afluir entonces a éste toda la ternura y todos los recuerdos perdidos hasta la infancia, que me ataban a mi tío. Ante tales sentimientos, no vacilé más y me lancé frenético y ciego. Mientras mi brazo caía, llegó a mis oídos un susurro:
-¿El señ... ?
Y oí que mis labios respondían:
- Servid...

Quinto picotazo. Le arrancó el mentón. Rodó el mentón por su pecho y, al pasar por su gran corbata blanca, limpió de ella el polvo dejado por el pedestal y lo reemplazó un diente amarilloso que allí se desprendió y sujetó, y que brilló como un topacio. Acto continuo, allá arriba, cesó el bullir, por el triángulo de la nariz disminuyó el ir y venir de los borbotones espesos, el hilo del ojo se rompió, y el mentón, al dar contra el suelo, sonó como un tambor. Entonces sus dos manos flacas cayeron lacias de ambos lados y de sus uñas agudas, dirigidas inertes hacia la tierra, se desprendieron diez lágrimas de sudor.
Sonó un silbido bajo. Un estertor. Silencio.
Mi tío José Pedro falleció.
El reloj mural marcaba las 10 y 3 y 56. La escena había durado 1 minuto y segundos.

Después de esto, el pájaro verde permaneció un instante en suspenso, luego extendió sus alas, las agitó violentamente y se elevó. Como un cernícalo sobre su presa, se mantuvo suspendido e inmóvil en medio de la habitación, produciendo con el temblor de las alas un chasquido semejante a las gotas de la lluvia sobre el hielo. Y el pedestal, entre tanto, se balanceaba siguiendo el ritmo del péndulo de mi reloj mural.
Luego el bicho hizo un vuelo circular y por fin se posó, o mejor dicho, posó su pie de ébano sobre la mesa y, fijando nuevamente sus dos vidrios sobre el busto de Arturo Prat, los dejó allí quietos en una mirada sin fin.
Eran las 10 y 4 minutos y 19 segundos.

El 11 de febrero por la mañana se efectuaron los funerales de mi tío José Pedro.
Al llevar el féretro a la carroza, debíamos pasar frente a la ventana de mi escritorio. Aproveché la distracción de los acompañantes para echar un vistazo al interior. Allí estaba mi loro inmóvil, volviéndo­me la espalda.
La enorme cantidad de odio despedida por mis ojos debió pesarle sobre las plumas del dorso, más aún si a su peso se agregó -como lo creo- el de las palabras cuchicheadas por mis labios:
-¡Ya arreglaremos cuentas, pájaro inmundo!
Sin duda, pues rápido volvió la cabeza y me guiñó un ojo junto con empezar a entreabrir el pico para hablar. Y como yo sabía perfectamente cuál sería la pregunta que me iba a hacer, para evitarla por inútil, guiñé también un ojo y, levemente, con una mueca del rostro, le di a entender una afirmación que traducida a palabras sería algo como quien dice:
- Servidor de usted.
Regresé a casa a la hora de almuerzo. Sentado solo a mi mesa, eché de menos las lentas pláticas morales de mi tío tan querido, y siempre, día a día, las recuerdo y envío hacia su tumba un recuerdo cariñoso.
Hoy, 12 de junio de 1934, hace tres años, cuatro meses y tres días que falleció el noble anciano. Mi vida durante este tiempo ha sido, para cuantos me conocen, igual a la que siempre he llevado, mas, para mí mismo, ha sufrido un cambio radical.
He aumentado con mis semejantes en complacencia, pues, ante cualquier cosa que me requieran, me inclino y les digo:
- Servidor de ustedes.
Conmigo mismo he aumentado en afabilidad pues, ante cualquier empresa de cualquier índole que trate de intentar, me imagino a la tal empresa como una gran dama de pie frente a mí y entonces, haciendo una reverencia en el vacío, le digo:
- Señora, servidor de usted.
Y veo que la dama, sonriendo, se vuelve y se aleja lentamente. Por lo cual ninguna empresa se lleva a fin.
Mas en todo lo restante, como he dicho, sigo igual: duermo bien, como con apetito, voy por las calles alegremente, charlo con los amigos con bastante amenidad, salgo de juerga algunas noches y hay por ahí, según me dicen, una muchacha que me ama con ternura.
Cuanto al pájaro verde, aquí está, inmóvil y mudo. A veces, de tarde en tarde, le hago una seña amistosa y a media voz le canto:

Yo he visto un pájaro verde
Bañarse en agua de rosas
Y en un vaso cristalino
Un clavel que se deshoja.

Mas él no se mueve ni pronuncia palabra alguna.

miércoles, 18 de junio de 2008

EL CICLOPE Y LA GLOBALIZACION. EDUARDO GALEANO


Los más fervorosos abogados de la globalización han puesto el grito en el cielo. ¿Qué es esta locura? Cuando Augusto Pinochet, el célebre serial killer, cayó preso en Londres, se desató un escándalo en los círculos latinoamericanos del poder. ¿El senador vitalicio convertido en prisionero vitalicio? No debe haber fronteras para los negocios, Dios libre y guarde, pero sí que debe haberlas para la justicia.
En América Latina, el poder es un cíclope. Tiene un solo ojo: ve lo que le conviene, es ciego de todo lo demás. Contempla en éxtasis la globalización del dinero, pero no puede ni ver la globalización de los derechos humanos.
El cíclope y la transición
Para la inmensa mayoría de la humanidad, Pinochet es, como Drácula, un símbolo universal de costumbres insalubres. En algunos países, llaman Pinochet a los malos cuadros de fútbol, que llenan los estadios para torturar a la gente.
Sin embargo, todo hay que decirlo, a Pinochet no le faltan admiradores. En Chile, y fuera de Chile. Al fin y al cabo, aunque mató a cuatro mil, él fue el papá del milagro económico que convirtió a Chile en uno de los países más exitosos y más injustos del mundo. Vista con un solo ojo, la única transición posible de la dictadura a la democracia, es la transición de una injusticia a otra injusticia.
En Chile, el cíclope llama «mi general» a Augusto Pinochet. Un himno militar, que el ejército chileno canta, exalta sus hazañas; y aunque la lectura nunca ha sido su pasión principal, la biblioteca de la Academia de Guerra lleva su nombre. Hasta el año pasado, y durante un cuarto de siglo, fue fiesta nacional el día del cuartelazo que en 1973 acabó con la vida de Salvador Allende y con la democracia chilena. Y todavía se llama 11 de Setiembre una de las principales avenidas de Santiago.
El cíclope y la impunidad
Bocas abiertas, ojos bizcos: los presidentes latinoamericanos, reunidos en Portugal, no podían creer la noticia. Pinochet, senador vitalicio de la democracia chilena y criminal prófugo de la justicia española, había sido arrestado por los agentes de Scotland Yard, en su lecho de enfermo de la clínica más cara de Inglaterra, a una cuadra de la embajada de su país.
En Europa estaba ocurriendo, simplemente, lo que debía haber ocurrido en Chile muchos años antes. Noventa y cuatro españoles, o chilenos de origen español, habían sido asesinados en Chile, y el asesino andaba suelto. Un juez español cumplía su trabajo, y otro tanto hacían los policías británicos, que para eso la sociedad les paga.
La detención de Pinochet, un hecho normal, resulta ser una anormalidad inconcebible, desde el punto de vista del único ojo del cíclope. El estupor de los presidentes latinoamericanos ante la noticia, implicaba, de alguna manera, una confesión. Los latinoamericanos estamos acostumbrados a la impunidad del terrorismo de Estado y a la impotencia de la justicia, habitualmente subordinada, en nuestras tierras, al poder político.
El gobierno chileno reivindicó de inmediato la inmunidad diplomática del prisionero: un senador de la patria, en misión especial por hernia de disco. El gobierno cometió una errata. Donde dijo inmunidad, debió decir impunidad. Y otra errata cometió el tribunal inglés que le hizo eco: donde dijo exjefe de Estado, debió decir dictador jubilado.
El cíclope y la democracia
Según denuncia, indignado, el cíclope, los procesos que el juez Baltasar Garzón está llevando adelante, contra Pinochet y contra otros carniceros latinoamericanos, están poniendo en peligro «la gobernabilidad democrática de nuestros países». Una democracia gobernada por el miedo: en el campo de visión del poder, no hay lugar para ninguna otra «gobernabilidad democrática».
Los presidentes latinoamericanos administran la doble hipoteca que las dictaduras han dejado, en herencia, a las democracias: el pago de sus deudas y el olvido de sus crímenes. Las leyes de impunidad, impuestas en todos los países por mandato de la amenaza militar, han elevado las matanzas de Estado por encima del alcance de la justicia: se ha identificado a la justicia con la venganza, a la memoria con el desorden y a la amnesia con la paz.
El cíclope y la soberanía
Se escuchan gritos y llantos por la soberanía malherida. ¿Por qué un juez español viene a meter la nariz en nuestros asuntos? Y la policía británica, ¿qué se habrá creído?
Ahora, los devotos de San Augusto Mártir anuncian el boicot contra el whisky escocés, los cigarrillos ingleses y las empresas españolas. Súbitamente convertidos al antiimperialismo, los pinochetistas denuncian a la colonialista España y a la pérfida Albión. Pero, hasta ayer nomás, Pinochet había sido espada de la hispanidad, discípulo de Francisco Franco, y soldado de Margaret Thatcher en la guerra de las Malvinas.
La versión ciclópea de la dignidad nacional ha sido certeramente expresada por el presidente argentino Carlos Menem, que declaró, después de vender su país a precio de banana:
—Nosotros hemos hecho bien los deberes.
La dignidad nacional consiste en obedecer a la maestra, que dicta sus clases en los pizarrones del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otras instituciones educativas.
El cíclope y el territorio
¿Adónde vamos a parar? A este paso, ninguno de nuestros asesinos de uniforme podrá hacer turismo fuera del barrio.
Los presidentes latinoamericanos están muy preocupados por la violación del principio de territorialidad de la justicia. Los gobiernos ya no gobiernan, sometidos como están al despotismo planetario de la banquería internacional; pero el cíclope tiene su ojo clavado en los límites del mapa, y por defenderlos suele meterse en guerras contra los vecinos.
Augusto Pinochet, víctima reciente del desborde extraterritorial de la justicia, supo ser uno de los campeones de la extraterritorialidad. El fue uno de los artífices del Plan Cóndor, la internacional del terror que coordinó el trabajo sucio de las dictaduras de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay. Militares y policías se movían, por toda la región, como Perico por su casa, y para ellos no existían las fronteras. Este mercado común latinoamericano, el de la muerte, ha sido el único mercado común que ha funcionado con ejemplar eficacia entre nuestros diversos países. Hasta hace veinte años, se secuestraba gente en cualquier lugar, fuera cual fuese la nacionalidad de los secuestradores y de los secuestrados, y se torturaba y exterminaba mirando a quién pero sin mirar adónde.
Así se explica, por ejemplo, que la ciudad de Buenos Aires haya sido, al mismo tiempo, el matadero de miles de argentinos y también de muchos exiliados latinoamericanos de varios países, como el general chileno Carlos Prats, que había sido ministro de Allende, el general Juan José Torres, que había sido presidente de Bolivia, y los parlamentarios uruguayos Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz. También sucumbieron allí muchos ciudadanos españoles e italianos y algunos franceses, suecos, suizos y de otros países: por ellos está actuando, pero no sólo por ellos, la justicia europea.
Pase lo que pase, llegue hasta donde llegue, es de agradecer este golpe de buen viento. Hace años, había anunciado Pablo Neruda: «Algo aparecerá en el aire inmóvil, un solidario sonido en la ventana».